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Chapter 87 - Los Susurros de Trimbel

Por las frías y oscuras calles de Trimbel, Arthur avanzaba con paso lento, el cuerpo aún adolorido por los combates. El Lich descansaba sobre su hombro, silencioso, mientras la ciudad permanecía casi desierta, apenas iluminada por los faroles. El viento helado susurraba entre los callejones, anunciando que la madrugada traería nieve.

Arthur lo miró de reojo, con una expresión cansada pero expectante, y preguntó:—¿Qué te pareció mi desempeño?

El Lich, que mantenía los ojos cerrados como si meditara, abrió uno lentamente y respondió con voz fría:

—Basura. Apenas lograste salir con vida y todavía tienes el descaro de preguntar. Ya te lo he dicho antes: eres mejor poeta que guerrero.

El cuervo dejó escapar un graznido burlón.

—¡Kakakakaka!

Arthur soltó un suspiro cansado y continuó su camino en silencio.

Después de unos momentos, el Lich habló de nuevo, ladeando la cabeza

¿Por qué quieres entrar a esa academia? ¿No bastaría con pedirme que te enseñe unos hechizos de tortura? Esos "académicos" solo son cadáveres que caminan en mis ojos.

Un escalofrío recorrió la espalda de Arthur. Tosió una vez, tratando de ocultar su incomodidad, y respondió negando con la cabeza.

—Tienes una visión demasiado simple de las cosas… Cada vez entiendo mejor por qué terminaste pudriéndote en esa cripta, escribiendo basura que solo tú lees.

Arthur esbozó una sonrisa burlona mientras lanzaba la provocación.

El Lich abrió lentamente los ojos.

—…¿Qué dijiste de mi poesía, insignificante humano?

El aire se tornó denso. En un instante, el cuerpo del Lich empezó a deformarse con un sonido viscoso y desagradable. Huesos que crujían, plumas que se retorcían… En un parpadeo, la pequeña criatura se había convertido en un sabueso de tres cabezas , de más de dos metros de altura, con colmillos afilados y ojos encendidos como brasas.

Arthur palideció.

—E-espera… esto es solo una broma, ¿verdad?

No hubo respuesta.

El sabueso rugió y se lanzó sobre él. Arthur, aún con el cuerpo adolorido por los combates, apenas pudo girar y escapar entre las sombras de Trimbel.

—¡Oye, espera, cálmate, maldita calavera con plumas! —gritaba mientras corría.

Las tres cabezas del Lich respondieron con un coro gutural de risas.

El estruendo rompió el silencio de la noche. En lo alto de las murallas, un centinela observó la escena con los ojos muy abiertos.

—¡Mira eso! —gritó, empujando al otro guardia—. ¡La bestia ha vuelto! ¡Toquen las campanas, avisen a todos!

La alarma se propagó como pólvora encendida. En cuestión de minutos, la calma nocturna de Trimbel se hizo añicos. Las campanas comenzaron a repicar a lo lejos, mientras los ecos de las botas resonaban contra las calles empedradas.

Arthur, jadeante, corría con una mezcla de pánico y una sonrisa nerviosa.

—Genial… ahora toda la ciudad cree que traigo un monstruo conmigo.

Ese alboroto sembraría consecuencias que el joven aún no podía imaginar.

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En un cuarto húmedo y oscuro, dos figuras encapuchadas esperaban en silencio. La pequeña habitación estaba apenas iluminada por una vela titilante, que proyectaba sombras alargadas sobre las paredes.

La puerta se abrió con un chirrido metálico, haciendo crujir las bisagras oxidadas. Una voz profunda rompió el silencio.

—Informe de su misión.

Los dos encapuchados, que hasta entonces se mantenían tensos, relajaron ligeramente sus posturas. Uno de ellos dio un paso al frente, hizo una breve reverencia y habló con voz baja.

—Comandante Calisto, la misión avanza según lo previsto. Ya aseguramos un lugar entre los veinte mejores en las pruebas de la academia. Si todo continúa así, mañana podremos eliminar a nuestro objetivo… sin inconvenientes.

Un rayo de luz de luna se filtró por la ventana, iluminando fugazmente el rostro del comandante. Bajo su máscara plateada, sus facciones eran indescifrables. Su presencia imponía respeto; alto, erguido y con un aura que parecía cortar el aire como una espada.

Calisto asintió lentamente.

—Bien. Si completan la misión, serán recompensados ​​con lo que deseen… —Hizo una pausa, y su voz se tornó más fría—. Pero recuerdan algo:

El silencio se hizo denso. La vela parpadeó.

—Si fallan… será mejor que estén muertos.

Los dos encapuchados sintieron un escalofrío cuando el comandante los miró con unos ojos oscuros y fríos como obsidiana. Luego, sin añadir palabra, Calisto dio media vuelta y desapareció por la puerta, dejando la habitación sumida nuevamente en penumbras.

Los encapuchados soltaron un suspiro casi al unísono, intercambiando una mirada de comprensión.

El más joven rompió el silencio.

—Hermano mayor… ¿ya sanaste de tus heridas?

El otro lo miró con desdén.

—¿Desde cuándo necesito que te preocupes por mí? —gruñó con voz áspera—. Esa asquerosa bestia me las pagará. Cuando terminemos esta misión, le pediré al jefe un pergamino de maldición.

El encapuchado río con un tono bajo y siniestro.

—Jajaja… entonces veremos quién ríe al final.

El más joven parpadeó, con el miedo reflejado en sus ojos.

—P-pero… hermano, ese pergamino es muy peligroso.

El encapuchado mayor lo interrumpió, clavando su mirada en el vacío.

—Eso ya lo sé. Pero es nuestra única forma de volvernos más fuertes y escalar en la jerarquía de la organización.

Hizo una pausa, su voz sonando como una sentencia.

—Tranquilo. Conozco mis propios límites.

El más joven asintió en silencio, aunque la preocupación seguía marcada en su rostro.

—Bien… debemos descansar. Mañana llevaremos a cabo la misión. —Sus ojos brillaron con rencor—. Y haremos que la basura que asesinó a la joven señorita sufra una muerte lenta y dolorosa.

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Aunque Trimbel brillaba como una ciudad próspera, llena de vida y alegría en la superficie, en las sombras se ocultaban traiciones, conspiraciones y secretos.

En una mansión cerca del centro, las luces ya estaban encendidas, proyectando un resplandor cálido sobre la nieve que comenzaba a caer. Sirvientas cruzaban los pasillos llevando braseros encendidos y bandejas con té caliente.

En el salón más amplio, decorado con estampados de tigres y dragones, estatuas de un metal brillante casi mágico y columnas talladas con símbolos antiguos, un grupo de cinco personas compartía la mesa.

Si Arthur los viera, reconocería a dos de ellos: el profesor que lo registró en las pruebas de ingreso a la academia y el joven arrogante que había ganado todos sus combates con un solo movimiento.

Los acompañaban tres figuras más: un hombre gordo con sonrisa prepotente, un erudito de aspecto refinado —posiblemente profesor de alguna academia— y una joven con un velo oscuro que solo dejaba ver unos ojos de fénix de un naranja intenso, casi rojo.

Las cinco figuras conversaban entre sorbos de té, sus palabras entrelazándose con el crujir de la leña en la chimenea. Afuera, la nieve seguía cayendo, silenciosa y constante.

Esa noche, en esa sala iluminada por braseros, se orquestaban sucesos que, directa o indirectamente, terminarían arrastrando al joven filósofo a los caprichos inevitables del destino.

Fin del capítulo.

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