Me lancé sin esperar siquiera una rendija de piedad. Esos segundos que siguieron se estiraron hasta lo eterno: silencio absoluto salvo por el latido mío, pesado y frío. La furia me empujaba hacia adelante como una marea seca; el impacto contra su rostro fue seco, preciso. Un sonido visceral recorrió el aire, un crujido que me pareció extrañamente hermoso y el mundo siguió girando a mi alrededor como si nada hubiera pasado. Cualquiera habría caído allí mismo. No él.
Giró sobre sí y desapareció de mi vista en un susurro. Antes de que pudiera recomponerme, un estruendo sacudió el suelo: su codo vino por detrás, arrancándome un gemido que se perdió entre el concreto. Rodé, arrastrándome varios metros mientras el asfalto raspaba mi piel como papel viejo. Por un instante pensé que lo había perdido, pero el polvo y la cortina de humo se apartaron como cortinas mecidas por el viento —un viento que obedecía a mi orden, no por voluntad sino por fuerza— y lo vi otra vez entre las sombras que dejaban las llamas.
Me impulsé con lo que quedaba de aliento y acerté al estómago; el aire salió de él en un ahogo que olía a hierro. Con el hombro levanté su cara y clavé el revés; la sangre escribió pequeñas constelaciones en mis nudillos. No mostró pánico. No mostró miedo. Solo me miró con esa calma que siempre había tenido, como si desde antes del mundo supiera que yo estaría allí para desafiarlo.
Sujeté mi propio hombro cuando mi cuerpo quedó expuesto al fulgor que lo envolvía. Un calor divino, cegador, lo bañó entero; retrocedí, pero algo me detuvo: su mano cerró mi brazo con una fuerza que dejó marcas en mi carne, ahogando cenizas entre los dedos. De su espalda emergieron alas —no eran un espectáculo, sino una declaración— y, por un instante, mostró esa sonrisa que todo lo pretendía explicar. Falsa divinidad: una pose, una máscara.
Mi energía empezó a brotar desde las entrañas. Un chasquido metálico rasgó el aire; la piel de mi brazo se abrió, la sangre asomó fría, pero no como derrota, sino como sello. Lo que antes fueron cadenas para mí ahora tenían un propósito distinto: no me encadenaban, lo encadenarían a él. Sentí cómo la realidad se fragmentaba en fisuras, como si pudiera tocar los bordes del mundo con los dedos.
Ren dejó de ser importante. Detrás de mí un sonido seco marcó la dirección de su presencia: aquí, frente a mí, a mi lado, en contra de mí. Llegué tarde con la vista, pero no con la convicción. Sonreí. Esa sonrisa no hablaba de triunfo, sino de la certeza oscura que me había acompañado siempre.
—¿Eso es todo lo que tienes? —mi voz salió rasgada, pequeña contra las llamas, pero cargada como un juramento.
El silencio me respondió, y luego el caos. Era hora de mostrarle cómo cae un dios.
Lye exhaló como una bestia incontrolable; el aire vibró con su aliento y, por un instante, todo lo demás pareció retroceder ante esa furia contenida.
—Es hora de que Ren muera.
Yo añadí al unísono, dejando que mi voz se mezclara con la suya y con el ruido distante del mundo que se desmoronaba.
—Pues yo soy… su verdugo.
Las llamas que envolvían al contrario se expandieron en olas voraces, buscando consumirlo todo. Mis cadenas respondieron como siempre: primero un sordo gemido metálico, luego un calor que trepaba desde las muñecas hasta la garganta. Brillaban en un rojo incandescente, y sin embargo no retrocedían. Por un momento aquello fue un espectáculo terrible, el rojo y el fuego en conflicto con la sangre y la cendre; luego, poco a poco, las llamas dejaron de alzarse contra mí como si hubieran encontrado un muro invisible.
Unos pasos secos comenzaron a recorrer la superficie chamuscada detrás de mí. Pisadas que no levantaban polvo, que cortaban el silencio con una precisión escalofriante. Se detuvieron exactamente a la distancia justa para inyectar tensión en el pecho. Giré la cabeza por encima del hombro; allí estaba, como una línea limpia contra el humo, mirándome con una expresión que no buscaba miedo sino compasión.
—¿Cómo volviste? —preguntó, con la voz entrecortada por la incredulidad.
Me volteé por completo, respirando con la calma forjada en mil batallas. No necesitaba disimular la altanería; la respuesta flotó en el aire antes de que pudiera ordenarla.
—Eso no es algo que te incumba.
Cerró los ojos un instante, y en ese breve parpadeo se leyó una rendija de dolor viejo.
—Tienes razón —dijo—. De cualquier manera… te maté una vez.
No le dejé completar la elegía. Extendí el brazo recién regenerado hacia el cielo, la palma abierta como quien reclama un juramento. La piel, todavía nueva, brillaba con el barniz oscuro de la batalla; la sangre que aún se aferraba a las cicatrices narraba lo reciente de la herida. Mi gesto no buscaba piedad: era un desafío al destino mismo.
—Intentaste hacerlo. Ahora estoy aquí. —Mi voz fue seca, sin rastros de duda—. Quién sabe, puede que Dios decidiera que yo era la opción adecuada.
No se rindió. Sus palabras vinieron como un filo.
—Hacerlo una segunda vez sólo me convertirá —señaló con firmeza— en un dios que pregona su juicio.
Sentí la acusación como una piedra fría contra mi costado. Sonreí, pero no era una sonrisa banal; era la curva dura de alguien que había hecho pactos con la oscuridad para mantenerse en pie.
—Y yo soy el único capaz de mandarte al infierno.
El aire alrededor se tensó. Las brasas retomaron su danza, conteniendo la promesa de un choque que ninguno de los dos—ni los que los observaban ni el propio terreno— olvidaría pronto.
Sus pupilas cambiaron: fueron dos pozos verdes que se encendieron con un propósito frío. La energía que había arrancado a mi propio brazo ahora danzaba alrededor suyo, ordenando el aire con una elegancia que olía a sentencia. El viento le obedecía como si en su pecho latiera una ley antigua; dos voluntades chocaban por el dominio del combate, y él sonreía porque sabía —o creía saber— que era el árbitro perfecto.
Avanzó hacia las cadenas como quien conoce una ruta secreta. La defensa que las ataba a mí respondió con precisión quirúrgica; las cadenas lo aceptaron, lo reconocieron, y le abrieron la puerta. Un paso dentro, y su pierna se estiró como un látigo: me mandó a volar. Caer fue un mero trámite; el viento me trajo de regreso, como una marioneta que se rehace. Un golpe, y otra vez me trajeron de vuelta; rompió hueso tras hueso como si fuera un artesano impasible, y yo lo miraba sin apartar los ojos porque apartarlos habría sido traicionar algo más que el orgullo.
Las cadenas no eran leales a nadie: se tensaron bruscamente y, por un instante, el dolor fue una lengua que habló directamente a mi sangre. No fue mi acción la que las hizo romper; fue su voluntad obligándolas a desguazar mi brazo. La carne cedió, el metal chirrió, y me encontré de rodillas. Me levanté con la brusquedad de quien sabe que permanecer arrodillado es claudicar. En un salto sin ornamentos, clavé los dientes en su cuello, arrancando un trozo de carne que supo a hierro y a desafío. Me lanzó lejos; la explosión de su cuerpo demolió fachadas, hizo llover cascotes como si estrellas caídas golpearan la ciudad.
—Así que… este es el sabor de un dios —escupí, sintiendo la asquerosidad de lo que había arrancado—. Es horrible.
Él sujetó su propio cuello con incredulidad; por un latido pareció dudar, y yo aproveché ese fisura como se aprovecha un despeñadero. Me abalancé. Los puños chocaron con un ruido seco: uno, dos, la coreografía de un combate que no piensa en poesía sino en anatomía. Esquivó uno de mis golpes, se agachó en el instante justo, tomó mi brazo con una mano que era rueda dentada y, con un movimiento fluido, me pasó por encima. Caí pesadamente; me pisoteó una y otra vez hasta que el mundo se volvió una serie de estampas rojinegras. No hubo compasión en sus pisadas, sólo la meticulosidad de quien desarma una máquina por partes.
Con un impulso agarré su pierna; el viento obediente lo acercó de nuevo a mi alcance. Sentí cómo su torso cedía bajo la presión; mi mano atravesó su estómago como quien abre un cofre sellado. Ahí, entre las cavidades calientes y la resistencia que aún ofrecía su carne, hurgué despacio, como quien busca una llave en el fondo de un pozo. El sonido fue húmedo, íntimo, y cada movimiento dejó una línea nueva en la topografía de su cuerpo.
No dije palabra. La batalla hablaba por nosotros: el crujir de huesos, el silbido del metal, las cadenas que aún intentaban decidir a quién servir. Y en medio de todo, mientras la sangre pintaba el suelo y el aire olía a ceniza y sal, sonreí por dentro —una sonrisa que no celebraba victoria sino la inminencia de algo peor todavía.
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\\**Pov Ren**//
Sujeté los hombros de Dyr con toda la fuerza que mis manos podían reunir, obligándolo a estrellarse contra el suelo. Las grietas que se formaron debajo de nosotros se iluminaron al instante, como si el mismísimo infierno respirara por ellas. Las llamas del juicio final emergieron en un rugido inclemente, lamiendo su cuerpo con la promesa de incinerarlo por completo.
Por un instante creí que el fuego sería suficiente. Pero no. Sus dedos se aferraron a mi pierna con una brutalidad que desmentía cualquier herida. Sentí cómo los huesos crujían bajo esa presión; me levantó en el aire con una facilidad monstruosa y me lanzó como si fuera un despojo. Mi trayectoria destrozó todo a mi paso: muros, columnas, estructuras que no resistieron el impacto.
Me incorporé, furioso, el pecho ardiendo con la rabia que siempre había llevado dentro. Iba a devolverle el golpe cuando un ruido cortó el aire, seco, inesperado.
—¿Dios? —una voz temblorosa preguntó a la distancia.
El silencio posterior fue aún más ensordecedor que la batalla misma.
Los murmullos me rozaban como viento helado: mi gente, mis rostros, me miraban con miedo. Algunos suplicaban perdón con las manos temblorosas; otros simplemente retrocedían, ojos grandes como lunas. Sentí el peso de cada plegaria, de cada ruego, y supo en mi piel la distancia entre quien gobierna y quien clama.
No hubo piedad. Dyr volvió a entrar en la escena como una tormenta, sus golpes llovieron sin compasión. Respondí sin vacilar: agarré uno de sus brazos y lo hice volcar contra el suelo, devolviéndole con precisión fría cada ataque que había destinado a mí. Él no se detenía; las cadenas volvieron a aparecer como si tuvieran voluntad propia, serpentinas de metal que tiraban y separaban, marcando el campo de batalla. El suelo tembló debajo de nosotros. Los gritos crecieron en un crescendo de pánico; su presencia volvía aquel lugar inseguro para los míos.
Cuando las cadenas rozaron mi piel, tuve la sensación de antiguas penitencias: se clavaron como espinas destinadas a purgar pecados. El ardor subió en mi cuerpo hasta teñirlo de un rojo carmesí que me hizo sentir a mitad de inmolación, a mitad de furia contenida. Dyr no esperó: se lanzó contra mí con todo el peso de su desafío. Lo sujeté sin dudar, clavándolo conmigo; ambos recibimos el castigo del metal y el fuego, y por un instante fuimos uno solo en esa tormenta.
Extendí las alas y, con la fuerza que aún me pertenecía, lo alcé hasta lo alto de un edificio. Su cuerpo golpeó el tejado con un estruendo que hizo vibrar los vidrios en la ciudad; al caer, dejó una lluvia de partículas ardientes, pequeñas brasas que chispearon como soles diminutos sobre la ciudad herida. Las alas se desvanecieron por un instante, y las esparcí por el aire como si repartiera cenizas de un antiguo rito. Finalmente lo solté.
La sangre —la suya, la mía— se mezcló en un charco oscuro y sin nombre. Por un segundo no supe cuál era cuál; la frontera entre victimario y víctima se volvió un trazo borroso en la piel. Las cadenas se desprendieron de mi cuerpo y regresaron a él como si obedecieran a una ley que ninguno de los dos controlaba. Miré al cielo; supe, con la certeza que dan los instantes decisivos, que no desaprovecharía la ocasión.
Un golpe vino en seguida. Lo esquivé y contrarresté sin tocarlo; otro casi me alcanza y tuve que desplazarme a su espalda, apenas rozándolo con la palma. Alzó la pierna y conectó un impacto pleno; yo me moví lateralmente, devolviendo un golpe que le alcanzó el costado izquierdo. No esperé a medir consecuencias: corrí hacia la ventana más cercana y él me siguió como una sombra implacable.
Di la vuelta en el aire y me dejé caer al vacío, con la ciudad como un lienzo girando bajo mis pies. Lo miré fijamente mientras caía; en algún punto entre el viento y la sangre, Dyr dejó de moverse. Su cuerpo ya no respondía. La quietud que siguió a ese silencio fue más pesada que cualquier estruendo.
—¿El viento sigue tu voluntad? —mi voz tronó como sentencia, mientras el aire se arremolinaba en torno a mí—. Ahora yo soy su amo.
Estelas invisibles surgieron de los puntos exactos que apenas había tocado con mis dedos, deteniendo por completo a Dyr. El interior oscuro del edificio se iluminó en un parpadeo; las paredes, los cimientos, todo el coloso de concreto se convirtió en un estruendo que sacudió al mundo. Y Dyr, atado a mi voluntad, fue el único que lo presenció en carne viva.
Di una vuelta en el aire y aterricé de pie. La calma en mis ojos era un contraste con el caos que me rodeaba. Entonces un grito desgarrador rompió el silencio, tan brutal que rasgó el aire. Las llamas se partieron en dos, y de ellas emergió una figura alzándose con más energía de la que cualquier ser debería contener. La barrera del sonido estalló. No por Dyr.
Una presencia conocida irrumpió contra mí. El golpe arrancó mi brazo derecho y me lanzó como una flecha sin control. Giré la mirada, incrédulo. Ahí estaba ella.
Mirai.
Finalmente había decidido entrar en la batalla, creyendo que por primera vez tenía una oportunidad.
No hubo espacio para pensar. La primera presencia, Dyr, aprovechó el ataque y se impulsó hacia mí. Recompuse mi postura en medio del desastre, regeneré el brazo en un pulso de energía carmesí y, cuando lo tuve, lo sujeté del cuello y lo interpusé frente a mí.
Un rayo de luz atravesó a ambos sin piedad. Otro más le siguió, y otro, veloces como el propio amanecer. Dyr gritó, su cuerpo partido una y otra vez por la claridad absoluta. Lo levanté con una patada en el mentón justo a tiempo para que otro rayo lo perforara; lo redirigí con un golpe en el costado, obligándolo a interceptar el siguiente. Me desplacé detrás de él, usándolo como escudo viviente mientras lo empujaba hacia cada nueva trayectoria. Tomé su pierna y lo arrojé contra un punto aún más brillante, hasta que la tempestad luminosa comenzó a desvanecerse.
El alivio fue efímero: un puño me atravesó el costado. Mirai había llegado. No pronunció palabra. Su decisión era clara, y la mía sería corresponderle.
Sujeté su brazo con furia, lo doblé hacia atrás, y con mi mano libre golpeé la parte baja de su codo. El hueso cedió en un crujido áspero, roto pero no arrancado. Salté, mis piernas se multiplicaron en una ráfaga de patadas que culminó con una última embestida, lanzándola lejos de mí.
No hubo tiempo para respirar. Dyr volvió, decidido a todo. Sus golpes fueron una lluvia sin descanso. Los bloqueé uno a uno, desviándolo, manteniéndolo alejado. Y entonces Mirai regresó.
El cielo se iluminó como si mil soles hubieran despertado. Miles de esferas de luz se desplegaron en todas direcciones, disparando rayos que convirtieron el espacio en un cementerio instantáneo. Tuve que forzar mi velocidad más allá de lo humano, más allá de lo divino, esquivando a duras penas. Aun así, era inevitable: cada desvío me costaba heridas, mi carne siendo perforada por la misma claridad.
Mirai bailaba junto al desastre. Era como si supiera exactamente dónde debía estar y en qué momento, deslizándose entre las ráfagas de muerte. Yo la observaba en ese ritmo brutal: su patrón era simple. Donde ella se movía, la luz cesaba por una fracción de segundo. Ese era mi camino: debía llegar antes que ella, ocupar ese respiro. Mientras me adaptaba a su danza luminosa, algo cambió. Mirai empezó a perder el compás. Su movimiento tropezó apenas, y en esa torpeza su propio poder la alcanzó. Un haz de luz atravesó su costado, y en el destello comprendí que incluso ella, la que creía controlar el caos, no era inmune a la crueldad de su propia creación.
El cielo comenzó a apagarse, como si la noche misma respondiera a mi voluntad. Mis llamas crecieron, conquistando cada resquicio, hasta que la tierra sintió el pulso de mi poder. El suelo empezó a derretirse, convirtiéndose en ríos incandescentes que marcaban mi dominio.
Mirai recibía lo que merecía. No buscaba matarla con cada ataque, sino mostrarle su error, obligarla a contemplar el peso de su equivocación. Cada llamarada era un recordatorio, un juicio más severo que la muerte.
Dyr regresó a mis espaldas. Lo tomé junto a Mirai, sujetándolos del cuello con la misma brutalidad con que un verdugo agarra a sus víctimas. Los estampé uno contra otro una y otra vez, hasta que sus cuerpos resonaron como campanas de carne y hueso. El metal de las cadenas de Dyr se hizo presente, repicando como un canto desafiante. Bajé la mirada hacia su brazo… y no estaban allí.
Con furia lo lancé al suelo, estampándolo contra la tierra que se derretía, y a Mirai la arrojé lejos, como despojo. Abrí la boca más allá de lo que mi mandíbula debería permitir y, desde mi garganta, brotó el fuego del infierno mismo. La llamarada envolvió a Dyr, incinerándolo en una marea que olía a eternidad rota.
Las cadenas respondieron con desesperación. Rodearon mi cuello, tensándose como serpientes rabiosas. Tiraban de mí, buscaban someterme, hundirme, arrancar mi control. Pero mi voluntad era absoluta. Por cada tirón, por cada intento de someterme, las llamas ardían con más violencia, reafirmando mi autoridad.
Un rugido, casi humano, se alzó entre el caos.
—¡Maldita sea! —era Nanatori.
Tiraba con desesperación, y sus manos se destrozaban contra los eslabones. La sangre recorría sus dedos, pero aun así no lograba apartarme. Su respiración era un jadeo roto, el sonido de alguien al borde del colapso.
Y entonces otra presencia se arrastró hacia él. Una chica, aún sangrando, su cuerpo regenerándose lentamente, víctima de mi poder, víctima como tantos otros.
—Apártate —ordenó Mirai.
Nanatori soltó las cadenas. En ese instante supo, aunque no lo dijera, que ella era mejor opción que él.
Las manos de Mirai se cerraron en torno al metal. Con fuerza las levantó por encima de su cuerpo y me arrancó del suelo. Me lanzó una y otra vez, haciéndome chocar contra la tierra, contra muros y escombros. Como una bola de demolición, arrasaba con todo a nuestro alrededor, derribando estructuras que colapsaban bajo la fuerza ciega de su determinación.
De pronto, dejó de sentir resistencia. La cadena yacía sola en sus manos.
El dolor punzante apareció en su hombro un segundo después. Me aferré a ella con mis dientes, mis llamas infiltrándose en su interior, quemándola desde dentro. Su cuerpo se retorció en un grito ahogado, incapaz de contener el fuego que la devoraba.
Solté la mordida y con mi mano abierta aplasté su cuerpo contra el suelo. Un crujido hueco resonó: sus piernas cedieron bajo mi fuerza, rotas como ramas secas. Allí la dejé, tendida, quebrada, marcada por la impronta de mi poder. Giré el rostro hacia un costado, mis ojos inyectados en sangre dejando claro que no existía compasión alguna en mí.
—Nanatori… también estás aquí.
Mis pasos retumbaban pesados contra el suelo derrumbado, cada avance era la sentencia de un verdugo acercándose a su víctima. La observaba con frialdad, despojándola de toda humanidad, reduciéndola a una pieza más en el tablero que yo había construido.
—Dyr obtuvo su regeneración por el fragmento del inmortal —continué, mi voz grave, casi un eco que se fundía con el rugido distante de las llamas—. Eso quiere decir que tú también…
Una sonrisa torcida se dibujó en mis labios, carente de alegría, cargada de certeza.
—Me ayudarás a tomar el relevo de Dios.
A mis espaldas, escuché el crujido del suelo, el aire vibrando con la obstinación de los que se niegan a rendirse. Tanto Mirai como Dyr se incorporaban, tambaleantes, desgastados, pero aún en pie. Se levantaban como si el destino les concediera una última oportunidad, un único instante para desafiarme.
Yo los miré a los tres, mi sentencia cayendo sobre ellos como un telón final.
—Ese es mi juicio.
Las llamas a mi alrededor rugieron en respuesta, y la tierra misma parecióñTodo lo que quedaba ahora era el enfrentamiento inevitable: ellos, con su último aliento; yo, con la eternidad de un dios reclamado a la fuerza.
Las llamas se alzaron conmigo, desgarrando el cielo.
Ellos, tres contra uno, aún se atrevieron a desafiarme.
Yo di un solo paso, y la tierra se partió en dos.
—Ahora… empieza el fin.
