El aire pulsaba, denso y artificial, cargado con el bajo atronador de la música, el aroma de perfumes caros y el murmullo constante de voces excitadas. No era un valle helado, ni una suite de hotel; era un club privado, una jaula de oro en una ciudad que se doblegaba ante el dinero y el poder. Constantine, Hiroshi y John Valmorth se movían entre la multitud, siluetas de arrogancia innata, sus ojos carmesí escaneando el espacio como depredadores en su propio ecosistema. Habían pasado apenas un par de semanas desde Rusia, pero las marcas físicas de John casi habían desaparecido. Las cicatrices emocionales, la furia por la humillación, eso, sin embargo, tardaría mucho más en curarse. Pero aquí, rodeado de ostentación y admiración forzada, era fácil pretender que el valle nunca existió.
Estaban rodeados de "chicas", jóvenes deslumbradas por su aura de peligro y su riqueza palpable. Risas huecas, copas de cristal fino, conversaciones superficiales que rebotaban sin sentido. John, aunque físicamente recuperado, mantenía un punto de tensión bajo la piel, una impaciencia que no disimulaba del todo mientras una chica se reía demasiado fuerte a su lado. Hiroshi se inclinaba, susurrando algo al oído de alguien, una sonrisa cruel en sus labios, disfrutando de la atención, del control. Constantine observaba desde un punto ligeramente elevado, una bebida oscura en la mano, su mirada fría perdiéndose en la multitud, nunca realmente parte de ella, solo presidiendo sobre ella.
—¿No te aburres, Constantine? —preguntó Hiroshi, acercándose a su hermano mayor, un destello de hedonismo en sus ojos. —Siempre con esa cara de funeral. Hay mucha carne fresca aquí. Deja de pensar en la puta logística y ven a 'vivir' un poco.
Constantino ni siquiera giró la cabeza. **—La 'carne fresca' es aburrida. Como esta fiesta. Puro ruido. —**Su voz, aunque baja, cortó el sonido ambiente como cristal. —Preferiría estar… gestionando algo con sustancia.
**—¿Sustancia? Esto es sustancia para el noventa y nueve por ciento del puto mundo —**replicó John, apareciendo a su lado, una mueca en lugar de una sonrisa, el recuerdo de la humillación aún picando bajo la piel. —Poder, dinero, hacer lo que nos da la gana. Es nuestra jodida recompensa.
**—Es un pasatiempo. Como mucho —**desestimó Constantine—. Una distracción para quienes no tienen un propósito real.
Hiroshi rio, un sonido sin alegría. **—Oh, tenemos un propósito, hermano. El de ser jodidamente Valmorth. Y eso implica… esto. Y cosas peores. Mucho peores. —**Miró a John, una comprensión tácita entre ellos sobre lo que implicaba ser de su estirpe, las expectativas, la crueldad inherente.
A miles de kilómetros de distancia, o quizás solo en una parte diferente del vasto complejo Valmorth, Hitomi Valmorth no estaba en ninguna fiesta. En una habitación que se sentía menos una suite y más a una biblioteca antigua, o quizás un laboratorio sutilmente perturbador, la joven de dieciocho años trabajaba. Rodeada de libros raros, diagramas complejos y quizás alguna extraña muestra biológica, sus ojos carmesí —idénticos a los de sus hermanos, pero carentes de su arrogancia obvia, llenos de una curiosidad insaciable y una quietud inquietante— estaban fijos en lo que fuera que estuviera analizando o manipulando.
No había risas forzadas aquí, ni el olor a alcohol caro. Solo el silencio concentrado de la investigación o la experimentación. Era una vida de disciplina elegida, o quizás impuesta, que la separaba abismalmente de la decadencia despreocupada de sus hermanos. Nunca la invitaban a sus "diversiones". Y, sinceramente, a ella no parecía importarle. Su soledad no se sentía triste en un sentido convencional, sino más bien... enfocada, deliberada.
De vuelta en la fiesta, mientras John se disponía a buscar otra distracción, Hiroshi se reía de alguna broma privada, y Constantine observaba el vacío a través de su copa, un silencio inusual se abrió paso entre el estruendo de la música. La multitud se apartó, no por respeto, sino por una orden silenciosa que emanaba de una figura que avanzaba.
Era Alistair, el mayordomo principal de la familia Valmorth. Un hombre de edad indeterminada, impecablemente vestido, con una postura rígida que irradiaba más autoridad tranquila que muchos guardaespaldas armados. Sus ojos, un gris frío, recorrieron la escena con una desaprobación apenas velada antes de posarse en los tres hermanos. Su sola presencia allí, en medio de ese caos de placer barato, era una anomalía.
Alistair se detuvo a una distancia respetuosa, pero su voz, aunque baja, proyectó una gravedad que cortó la música como un cuchillo. —Señores Valmorth.
John, Hiroshi y Constantine giraron sus cabezas al unísono, el aburrimiento o la diversión esfumándose de sus rostros al reconocer al mensajero. El mayordomo nunca venía a menos que fuera importante. Y si venía aquí...
Alistair mantuvo su mirada firme en Constantino, el líder tácito en ausencia de la Matriarca. —Su Madre... desea hablar con ustedes.
Una pausa. El bajo de la música pareció disminuir, el murmullo de la multitud, aunque seguía, se sintió lejano. La simple mención de "Su Madre" fue suficiente para cambiar la atmósfera de la jaula de oro.
—Ahora mismo, señores. —añadió Alistair, la formalidad en su tono solo subrayaba la urgencia y la seriedad del requerimiento. —Es... sobre el incidente reciente. En Rusia.
La despreocupación cayó de los hombros de los tres hermanos como mantos pesados. El recordatorio de la humillación de John, la intervención de Aurion, la advertencia sobre la Ira de su Madre... todo volvió con fuerza. Sus rostros se tensaron. La diversión había terminado abruptamente, aplastada por el peso invisible de la autoridad materna.
John apretó la mandíbula, la rabia y el miedo luchando en sus ojos carmesí. Hiroshi se puso recto, su energía impaciente ahora cargada de una tensión nerviosa. Constantine, aunque su expresión se mantuvo en gran medida impasible, la frialdad en sus ojos se intensificó, un cálculo rápido de las posibles repercusiones.
**—Entendido, Alistair —**respondió Constantine, su voz era un susurro, pero cargado con la gravedad del momento. —Nos reuniremos con ella de inmediato.
La fiesta, las chicas, el lujo... todo se desvaneció en importancia. La verdadera sustancia, el verdadero poder, y el verdadero peligro, residían con la Matriarca. Y ella los había llamado. La diversión había terminado. La rendición de cuentas había comenzado. El vacío dorado de su decadencia se sintió, de repente, frío y muy solitario.