Nuevamente me sentí fuera de su mundo. Lejos de un lugar que no me pertenecía.
Al mirarlos, unidos como una familia, la felicidad latió en mi pecho como una melodía que solo yo podía oír… pero que nadie más parecía escuchar.
El príncipe, en esos dos meses lejos de los suyos, había comenzado a marchitarse, como una flor que anhela cuidado. Pero no cualquier cuidado: él necesitaba el calor de su familia.
Aunque no lo expresaba con palabras, su mirada lo delataba.
Era durante las noches en el palacio, cuando el silencio reinaba con autoridad, que su llanto viajaba como una canción que los llamaba.
Recostada en mi cama, el silencio se deslizaba sobre mí como un velo.
Mientras miraba el alto techo, mis pensamientos parecían luciérnagas que titilaban en la oscuridad, buscando sentido a la ayuda que no me atrevía a brindar.
El temor de irrumpir en sus aposentos no era lo que realmente me detenía.
Lo que pesaba sobre mi pecho era la presencia de aquel hombre.
Nunca lo vi con mis propios ojos. Solo lo conocía por rumores y susurros.
Historias contadas a media voz por doncellas que temblaban al recordarlo.
Decían que era el caballero más fuerte del reino.
Que su espada no obedecía a la justicia, sino al mandato directo de la corona.
La reina lo dejó atrás, como una sombra fiel, para custodiar al príncipe en su ausencia.
Desde entonces, su presencia no se ve, pero se siente.
Y era por eso… que no me atrevía a ir.
Pero entonces, como si mi vacilación abriera una puerta entre mundos, la melodía triste que solía esconderse tras las paredes se volvió más clara, atravesando todo… hasta alcanzarme.
Y justo cuando mi cuerpo comenzó a moverse, la puerta de mi habitación se abrió sin aviso.
Encendí la lámpara de aceite, y en su parpadeo apareció una figura herida por la noche.
El joven príncipe estaba allí, con las mejillas empapadas, como si el cielo no hubiera dejado de llorar con él.
Al sentirse perdido, corrió hacia mí, sin decir una sola palabra.
Tuve apenas un instante para dejar la lámpara en mi mesa de noche antes de sentir sus brazos rodearme, como si temiera desaparecer si no me abrazaba con fuerza.
En respuesta, lo abracé.
Y dejé que su llanto se apagara, poco a poco, en mi pecho.
Intenté decir algo, pero mi voz parecía haber muerto.
Limitada a acariciar sus largos y sedosos cabellos, lo seguí acurrucando contra mi pecho.
Dándole el consuelo que mis palabras no podían ofrecer.
No sé cuánto tiempo pasó.
Solo sé que, al mirar por la ventana, la luz de la luna ya nos iluminaba.
Y cuando esa misma luz nos abandonó… el príncipe dejó de llorar.
Fue algo mágico.
Como si la propia noche, en su silencio, durmiera a un niño que no encontraba a sus padres cuando más los necesitaba.
Tal vez tubo una pesadilla. Pero eso ahora no importaba, mientras el príncipe estuviera a salvo en palacio, lo demás dejaba de dolerme.
Este nuevo sentimiento —esta necesidad de protegerlo— era la prueba de que mi antigua personalidad se estaba desvaneciendo.
Como un abrigo viejo, desgastado por el pasado.
Al recostarnos, vi en su rostro la inocencia que tanto quería proteger.
Esa misma que me fue arrebatada cuando perdí todo lo que alguna vez amé.
Pero no podía protegerlo por completo.
Aún era demasiado débil.
Sin apellido. Sin poder. Sin voz.
Una inútil que ni siquiera podía protegerse a sí misma.
Así pasaron los días, hasta que volví a encontrarme con la hermana del príncipe.
De alguna manera volví a sentirme feliz a pesar de las cosas que me sucedían, tener a la princesa en palacio significaba que los problemas en el norte habían terminado, tal vez no… quien lo sabe.
Justo cuando me disponía a retirarme, dejándolos envueltos en el calor de la hermandad, la princesa me dirigió la palabra:
—Mi madre quiere verte. Dirígete al ala oeste.
Sin más que decir, incliné la cabeza en señal de respeto.
Mientras caminaba, ya intuía el motivo de mi convocatoria.
Había cumplido con la misión que se me encomendó.
Si lograba ser de ayuda… tal vez la reina vería en mí algo más que un simple huésped.
Al presentarme ante ella, ofrecí mis respetos.
luego me ordenó hablar, y así lo hice.
Mientras relataba lo que descubrí, la reina analizaba cada palabra.
Su rostro cambiaba con cada dato.
Estaba segura de que podía detectar una mentira con solo respirar.
Por eso no oculté nada.
Y cuando terminé, me indicó que podía retirarme.
Pero antes de irme… vi en sus labios una leve curva.
¿Una sonrisa?
No lo sé.
Quizás fue una reacción a mi buen trabajo.
Pero… lo único que me importaba ahora, era que el príncipe pudiera sonreír.
Aunque yo no pudiera hacerlo.
Caminaba por los pasillos como un fantasma, arrastrando pensamientos que no podía callar.
Era tanta mi concentración que, sin darme cuenta, choqué con alguien.
Al caer al suelo, pedí perdón por mi torpeza.
Cuando me disponía a levantarme, vi una mano extendida hacia mí. Amable… o eso parecía.
La tomé sin pensarlo.
El tacto era tan suave como la seda.
Tan perfecto que inquietaba.
Al ponerme de pie, forcé una sonrisa.
Pero lo que vi detuvo mis latidos.
Mi mente gritó:
«¡Huye… huye de alguna manera!»
Pero ya era tarde.
Al observarla con atención, algo no encajaba.
Las manos de la princesa…
Debían ser ásperas, y curtidas por la esgrima.
No así.
No tan suaves como la seda.
Entonces, una idea me atravesó como una aguja en el pecho:
¿Y si lo que tenía al frente… no era ella?
Al abrir los ojos, mi mirada estaba desviada, como si algo la hubiera empujado fuera de su eje.
Un zumbido sordo comenzó a inundar mi cabeza.
Me costaba entender dónde estaba… o por qué el mundo parecía inclinarse.
Giré lentamente el rostro hacia la princesa.
En el trayecto, vi su mano aún en el aire, congelada,
como si mi mente se negara a comprender lo que acababa de suceder.
Luego, con una lentitud meticulosa, se la limpió.
Como si hubiese tocado algo sucio.
¿De verdad me había golpeado?
¿O solo lo imaginé?